
Supongo que hasta que nuestros hijos se casen ésta será la boda en la que más emocionados habremos estado. Y no es para menos porque no es solo por ser la nuestra, que también, si no por la alegría que se vivía y parecía vibrar en el ambiente. Por la puesta de sol, los reencuentros, la ilusión de tantas personas y su esfuerzo puestos en ella. Como mencioné antes, no hablábamos hebreo, así que hicieron falta muchas personas para que entendiésemos lo que se estaba cociendo, gente con la suficiente paciencia y el suficiente cariño para guiarnos, aconsejarnos y no menos importante: traducirnos.
También tuvieron mucho que ver los bailes que nos recibieron conforme llegábamos a la jupá los cuales recuerdo como un sonido de fondo superpuesto al de mis propios latidos, que parecían parte de la percusión que nos acompañaban, las canciones fueron cantadas como sin en ello les fuese la vida a todos; llenas de una emoción difícilmente descriptible, los rezos hechos desde el corazón y con sentimiento, adornados con las voces de las personas que significaban tanto en nuestras vidas en ese momento tan trascendente.
Y como no: el coro de todos los chicos que lo habían hecho posible y su alegría que parecía incluso mayor que la nuestra. Esa alegría de saber que las cosas están bien hechas, que el cariño gratuito llena más que el mejor de los viajes. Sentíamos cada bendición que nos era dada y caían lágrimas y lágrimas de felicidad por todo lo que estaba por venir ya que, al fin y al cabo, después de este día nos esperaba nuestra vida entera para vivirla juntos, aprendiendo a caernos y levantarnos de la mano, formando una familia y disfrutando la vida con cada aventura que nos estaba esperando.